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gonzaloistari

Gabriel y la Muerte



La Muerte perseguía a Gabriel y él lo sabía. Hacía varias semanas que lo había notado. Lo había hablado en terapia con su psicóloga y también con varios de sus amigos más cercanos. Todos creían que se trataba de una recaída, que nuevamente, y como tantas otras veces, Gabriel estaba deprimiéndose.

Gabriel había intentado explicarles que eso no era depresión, que se trataba de algo muy distinto, algo nuevo que nunca había sentido antes, algo a lo que una fuerte dificultad le impedía nominar.


La depresión a Gabriel le provocaba pérdida de apetito, desgano general profundo y malhumor constante. Se tiraba en la cama y se dejaba estar ahí durante horas, durante días incluso. No sentía hambre ni sed, era como estar ausente de la realidad. Y aunque había experimentado ideas suicidas, siempre las había eludido con rapidez; en algunas ocasiones las había tapado con pequeñas alegrías cotidianas, como quien corre una alfombra para ocultar una mancha difícil de limpiar.


La Muerte lo perseguía y por más que él intentaba pedir ayuda nadie lo ayudaba. No porque no quisieran, sino porque creían que se trataba de una nueva etapa depresiva. La psicóloga le dijo prácticamente lo mismo que sus amigos, lo que hizo que Gabriel se replanteara la necesidad y la utilidad de seguir yendo a terapia semanalmente. Le estaba pagando a una profesional de la salud para que le dijera lo mismo que le decían sus amigos de forma gratuita. La psicóloga le recomendó que volviera a hablar con su ex psiquiatra, el doctor que lo había medicado en su última y más fuerte depresión, casi siete años atrás. Gabriel rechazó la propuesta con enojo. Empezaba a desesperar al sentir la muerte acercarse cada día un poco más y que absolutamente nadie le creyese. Todos lo trataban como a un depresivo que no se daba cuenta de que estaba deprimido. Pero Gabriel se conocía a sí mismo depresivo a la perfección; esto era otra cosa. Esto no era depresión, era algo más oscuro y siniestro que le pisaba los talones cada día, que se acercaba sin prisa pero de forma incansable.


Gabriel pensó que la Muerte lo estaba acosando y riéndose a sus espaldas. Era astuta y muy consciente de que él era la víctima perfecta: un depresivo ex psiquiátrico medicado, ¿quién le creería cuando dijese que la Muerte lo perseguía?


El lunes la Muerte intentó empujar a Gabriel frente a un colectivo en plena avenida Corrientes cuando esperaba a que el semáforo le diera paso. Gabriel sintió un empujón fuerte en la espalda; un empujón frío y extraño que lo hizo caer del cordón de la vereda a la calle. El chofer del vehículo maniobró rápido de reflejos y lo esquivó. Se alejó dando bocinazos e insultando.

El martes la Muerte quiso tirar a Gabriel del balcón de su departamento, de un sexto piso. Esta vez Gabriel sintió una fuerza que lo atraía al vacío, que lo tiraba hacia abajo. Sintió como si lo estuviese absorbiendo una fuerza de gravedad sobrenatural. Tuvo que hacer mucha fuerza para desprenderse de la baranda del balcón que ya estaba lastimando su pecho mientras su torso se inclinaba más y más hacia el vacío.

El miércoles Gabriel se cortó las venas mientras se preparaba una ensalada. Estaba escuchando música mientras pelaba unos tomates. De pronto vio que estaba cortando su propia muñeca izquierda. No se dió cuenta hasta verlo, no sintió dolor hasta verse herido. En un instante estaba cortando un tomate y al instante siguiente, como si nada, su propia muñeca.

El jueves Gabriel amaneció en una clínica psiquiátrica, totalmente atado de pies y manos a la cama y con un uniforme de internación. La sala era blanca y tenía una ventana por la que entraba un rayo débil de luz amarilla. Gabriel gritó pidiendo ayuda. Entendía ciertamente lo que había sucedido; recordaba que la noche anterior había sufrido el incidente del tomate, pero ignoraba los detalles. No sabía cómo había terminado en esa clínica en particular, quién lo había llevado o si él mismo había conseguido pedir ayuda a alguien. Lo último que recordaba era la imagen de sus venas vomitando bajo el filo del cuchillo, sobre la tabla de picar verduras donde aún navegaban algunas semillas de tomate entre la sangre.

El viernes Gabriel amaneció y una enfermera le dió un cóctel de varias pastillas. Aunque intentó resistirse y explicar lo que había sucedido, la mujer se limitó a sonreír primero y mostrarse muy seria después. Gabriel terminó ingiriéndolas. Las pastillas eran muy fuertes y al poco tiempo perdió la noción de quién era, dónde estaba e incluso qué día de la semana era.


Quedó internado en la clínica durante meses. Gabriel se apagó; con el paso de los días y el aumento de la dosis de su medicación perdió lucidez. Lo último que pudo contar en forma hilada y coherente fue que la Muerte ya no lo perseguía, que ya le había ganado, que no siempre la Muerte ganaba matando. Ya lo había alcanzado y ahora se sentaba al lado de su cama por las noches y lo miraba sonriendo, triunfante.


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